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La grieta y la desaparición de la política


Por Alejandro Milocco


Pasó más de una semana de las elecciones en los Estados Unidos y, si bien se reconoció públicamente un candidato como ganador, el resultado no está resuelto. Las declaraciones del actual presidente Trump no ayudaron a aportar tranquilidad a los electores norteamericanos y en los últimos días se vivieron situaciones tensas en los centros de conteos que incluyeron la movilización de milicias armadas pidiendo la anulación de los votos emitidos por correo. La grieta, que siempre existió, ahora toma carriles imprevisibles


“Paren de contar!” escribió el presidente Donald Trump a horas del cierre de las elecciones norteamericanas. El llamado del republicano buscaba frenar los ingresos de votos emitidos por correo, que las tendencias indicaban que, en su mayoría, eran votos para el candidato Joe Biden. 

El llamado venía acompañado de las denuncias de fraude perpetradas por la oposición demócrata en los estados que gobierna con la complicidad de los colegios electorales locales, que permitieron el ingreso de votos posterior a la hora del cierre electoral. La primera tendencia de Trump ganando en algunos estados que le permitía renovar el “sillón de Rivadavia” del país del norte, se comenzó a revertir a medida que pasaban los días.

La complejidad del sistema electoral, las múltiples legislaciones locales, los votos por correo y presenciales, los electrónicos y en papel, los votos emitidos con anterioridad y votos contabilizados luego de la hora de cierre, sembraron un firme terreno para que la alocada denuncia de fraude realizada por Trump, tuviera cierta legitimidad en una parte de la población norteamericana. 



Sin embargo, las principales disputas políticas en el “primer país del mundo” no tienen su raíz en los variopintos métodos electorales, sino en otras cuestiones un poco más intrincadas.

La elección de Donald Trump como candidato republicano en el 2016 afirmó una tendencia que fue de la aparición de nuevas figuras políticas que irrumpían en los insatisfechos sistemas democráticos. Los comunes denominadores de esos nuevos protagonistas políticos eran varios: la inexperiencia política, el discurso marketinero, sus buenas referencia en las clases altas, sus posicionamientos críticos de modelo económico hegemónico, sus lineamientos centrales posicionados desde la no-política y, en su mayoría, hombres patriarcales.

De esos candidatos emergentes, que difícilmente puedan denominarse como dirigentes políticos, podemos citar las experiencias de Argentina, con Mauricio Macri; la de Chile, con Sebastían Piñera; la de El Salvador, Nayib Bukele; en Brasil, con Jair Bolsonaro; y la de Estados Unidos con Donald Trump.

A esta lista podemos agregar los intentos de sumar a los sillones presidenciales a Capriles o Guaidó en Venezuela, Luis Fernando Camacho en Bolivia y Guillermo Lasso en Ecuador.

Estos presidentes o candidatos también tienen otro elemento en común. Todos se enfrentaron a procesos progresistas, presentándose como los referentes de la ciudadanía que provenían desde afuera de la política y venían a desterrar los hechos de corrupción, mentiras, despilfarros y acomodos que representaba “a vieja política”. 

En el caso de Donald Trump, sucedió en la presidencia a Barack Obama que, si bien para muchos era “el más blanco de los afrodescendientes”, para la sociedad norteamericana significó avances de inclusión en muchas situaciones, como los planes de acceso a la salud o la integración racial.




El presidente actual de Estados Unidos, enfrentaba en el 2016 a la demócrata Hillary Clinton, ex esposa del presidente por dos mandatos Bill Clinton, y clara representante del sistema de representación política norteamericana. Trump, sin embargo, venía de causar un sacudón dentro del Partido Republicano al quedar como candidato del histórico espacio conservador, y construía fuertemente un discurso basado en el patrioterismo que afirma que su país es superior a cualquiera y su población es la mejor del mundo, pero que fueron conducidos por políticos corruptos o ineptos que lo llevaron a una crisis inmanejable por el sólo afán de ocupar lugares o pergeñar acciones beneficiosas para el arco político que los acompañan.
 
Lo que Trump logró con ese discurso fue ocultar las responsabilidades del sistema financiero en la crisis de extranjerización que vivía la economía, lo que generaba una creciente desocupación, un aumento de la pobreza, una mayor precarización laboral y ponía en evidencia las incapacidades del estado liberal a llegar donde a la mano invisible del mercado no le interesa.
 
El exitoso discurso contra el establishment político, cargado de afirmaciones al menos engañosas, hizo que se acrecentara su figura como líder mass media. Trump ganó la elección, y como le pasó a los presidentes latinoamericanos mencionados anteriormente, le tocó gobernar.
 
A pesar de la retórica proteccionista y de reafirmación del trabajo local, el republicano no pudo cumplir lo pactado con el voto popular que lo llevó a la Casa Blanca. Los números de su gestión siguen la tendencia de su antecesor hasta comienzos de ese año. Algunas medidas que muestran “buenos resultados”, muestran también la mala cara. Por ejemplo la reducción de impuestos para impulsar la economía, a costa de un mayor déficit fiscal; la promesa de traer las empresas estadounidenses de China, India y México, no se cumplieron, aunque la tasa de desempleo siguió descendiendo al ritmo de la gestión anterior; la pobreza se redujo cerca de dos puntos, pero el costo de vida fue incrementándose al ritmo del 1 y 2 por ciento mensual; la Balanza Comercial si bien tuvo un leve crecimiento, las importaciones terminaron superando a las exportaciones, impulsado fundamentalmente por el consumo de bienes; la producción industrial contrarrestó al discurso populista del American First, ya que el crecimiento tuvo el mismo ritmo que el segundo mandato del ex presidente demócrata. Pero en términos concretos, en el gobierno de Trump se produjo una mayor concentración de riquezas.

 

La economía norteamericana parece no mirar quien preside el país y juega un rol de absoluta autonomía con sus variables ajenas a la política doméstica. Entonces Trump tuvo que poner el eje de su gestión en una línea que no era la económica y buscó diferenciarse desde lo político y lo cultural. Acrecentando su discurso difamador y mediático, buscando permanentemente responsables a sus fracasos políticos por fuera de sus propias limitaciones.


Al estilo Macri, la metáfora de la grieta era un escenario para ocultar las discusiones políticas y entretener el paladar de sus seguidores con discusiones estériles que oculten la naturaleza de la desocupación, el endeudamiento y de la regresiva distribución de la riqueza, aunque eso costara una mayor confrontación en términos sociales de sus seguidores contra el resto del cosmos político que convive dentro y fuera de los Estados Unidos.
Así Trump y los trumpistas desarrollaron una política que se limitaba a la confrontación más que al debate, desatendiendo las verdaderas urgencias que el pueblo norteamericano demandaba resolver. En lugar de dar soluciones, acusaba, peleaba, desafiaba.
Que el problema son los planes de invasión de los chinos. Que el muro con México para evitar el ingreso de latinos indocumentados. Que la burocracia política complota los planes de crecimiento. Que las políticas públicas inclusivas traen consigo gérmenes del comunismo.
A ese discurso violento y supremacista, se le suma el control de las redes sociales y el espacio que las mismas ocuparon para abordar las discusiones sobre los roles del estado y la economía, desplazando el debate político de los escenarios naturales de exposición de ideas y propuestas y llevándolo al no-lugar y el anonimato del ciber espacio; situación que incrementó los niveles de confrontación en ámbitos civiles y privados, que, como se demuestra en la película expuesta en Netflix, llevó la distancia de opiniones a términos imposibles.
La pandemia de coronavirus no hizo más que incrementar la injusta situación económica, alcanzando picos de desempleo, indigencia, inseguridad, sumadas a las recalcitrantes prácticas sociales discriminatorias y elitistas, que en tiempos de crisis se incrementan descontroladamente. Con la pandemia, “la grieta” se ensanchó y profundizó.
Pero, a pesar de toda la retórica del mandatario oficialista, una grieta sí se cerró, y es la que indica que ya el 80 por ciento de los estadounidenses cree que la elección la ganó el candidato demócrata, Joe Biden. Ahora, tal vez, tenga un lugar un debate político sobre legitimidad y poder en los Estados Unidos.  

La crisis de representación política que otorgó legitimidad a personajes como los mencionados en la nota, evidentemente no se soluciona de manera mágica ni responde solamente a cuestiones de formas. Lo que se pone en crisis de manera reiterada y en todos los países son las prácticas económicas, políticas, sociales y culturales con las que el neoliberalismo impregnó a las estructuras políticas y las instituciones del Estado. Nuevas figuras no cambiarán los escenarios. Nuevas prácticas, nuevas ideas, nuevas políticas y nuevas figuras, tal vez sí.


 

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